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lunes, 2 de octubre de 2017

AYALGA V: Lápida de la fuente en la "Huerta del Monxe Moro"


PARTE I ( Diciembre, 1966)


Mi compañero Ángel Borbolla y yo fuimos una mañana en bicicleta hasta la cantera abierta en la falda sur de la sierra de Pimiango para arrancar, a golpe de pico, material con que hacer el hormigón de la cimentación del chalé. Teníamos que darnos prisa en tener suficiente cantidad como para no hacer el viaje en balde cuando llegase el camión a recogerlo. Dejamos el material extraído por la mañana a pie de carga; después de la comida, teníamos que cargarlo a pala en la carroceta. Ese había sido el trabajo de tarea que nos marcó el man a las ocho y media de la mañana para todo el día y confiado en que lo cumpliríamos, arrancó su Lambreta y no volvió a inspeccionarlo. 

Comimos deprisa con la idea de dar una vuelta por el pueblo antes de que llegase el transportista. Era un territorio totalmente desconocido para mí y lo más alejado de mi casa que jamás había estado nunca hacia la zona oriental. Al día siguiente superé la distancia cuando me envió Froilán a por un paquete de puntas  y una piqueta para los encofradores, a la ferretería de Bustio.  

Nos acercamos hasta ver el mar desde el mirador, después de recorrer equivocadamente las enracimadas callejuelas del pueblo.
Abajo se levanta el faro que en las noches evita a los marinos chocar con la costa y que tantas veces vi sus destellos en las noches que me habían atrapado por el alto de La Corona bajando la leche de la cabaña. Sus destellos los había visto desde la lejanía, junto con otros más tenues por lo lejanos ya en tierras cántabras, cuando la bruma no difumina el litoral, cual pequeñas luciérnagas en las noches de junio. Allí abajo, al pie de la la Sierra Plana de Pimiango, se encuentra la Cueva de “El Pindal” de la que tuve noticia por primera vez en las clases de Historia con D. David Ruiz González.
Esta cueva fue habitada durante el Asturiense y el Magdaleniense final. Es en 1911 cuando el Abate Breuil con el Alcalde del Río, publican en Mónaco una monografía, "Las cavernas de la Región Cantabrica". En el estudio incluyen esta cueva que desde entonces pasó a formar parte del Patrimonio Artístico Regional. Posteriormente, en 1929, D. José Fernández Hernández, párroco de Colombres le dedica su estudio entre 1927 y 1933 y que publica luego en Covadonga. En 1954, Magin Berenguer y Francisco Jordá dedican en el Boletín del Instituto de Estudios asturianos un trabajo a este hallazgo. En él se da cuenta de al menos cuarenta y cinco pinturas rupestres, reunidas en cinco lugares de la caverna, donde se pueden ver bisontes (11), caballos (9), elefantes (2), tres cérvidos, un jabalí, un pez y otros signos.
Algún otro día tendré ocasión y tiempo sobrado de llegarme hasta ella, me prometí. Esta vez el tiempo del que disponíamos no daba para bajar y subir el sinuoso tramo del pendiente camino.

Los días se fueron volviendo fríos casi al final del mes. Se acercaba la Navidad. La nieve llegó puntual entonces, y como si tratase de hacer de Buelna una postal, lo cubrió completamente todo de una espesa capa de nieve, hasta la misma costa. Era difícil distinguir en la obra las pilas de las piedras de las de arena. Faltaron algunos albañiles y nos pusimos por mandato del cantero, Pepe "El Gallegu", casado en La Franca, a cavar la zanja para traer el agua desde un pequeño manantial que había no lejos en una cota más alta que la casa. Justamente en la cota de nivel en el que tunelaron la autovía. Las manos se cuarteban por la fría humedad y sangraban al roce con el asta de la azada, con las árgomas y terenos que debíamos arrancar. Sin guantes de obra, tan sólo nos resguardaba las katiuscas y el traje de agua, que encontraba por las mañanas rígido por la helada, colgado en la caseta de obra. 
Ni el clima ni el cansancio me impidieron recorrer, al mediodía, poco a poco los alrededores y encontrar rincones que quedarían en mi recuerdo. El primero de ellos, fue el bufón al que nos acercamos en varias ocasiones. En una de ellas, bajamos unos metros por dentro de sus fauces de alabastro, en días que estaba dormido. En otras, sufrimos la rociada de su lluvia o sentimos la débil bóveda que lo cubre, que vibraba bajo nuestros pies en el momento que un estruendo nos infundía respeto y hasta pavor. Allí comprendí que la costa caliza es una intrincada red de cavernas por donde fluye el mar como la sangre por las arterias. En las calicatas que abríamos al pie del muro de contención del chalé, observé la blanca arena embolsada en el barro, empujada por el aire a presión bombeado con el fuerte oleaje.
Siguiendo la costa, otro día quise llegar hasta el final por ver desde otro ángulo la playa de la Franca, pero me entretuve rodeando una finca de algo más de media hectárea que está cerrada con pared de piedra que en sitios sobrepasa con creces los dos metros de altura, siendo su grosor de un metro. Cuando acabé de dar la vuelta a la muralla, encontré el dintel labrado de la entrada con signos de haber sujetado una robusta puerta. Aunque conozco huertos bastante más pequeños con entradas de piedras labradas y cercados por verdaderas murallas que están destinados a plantar hortalizas, aquella finca, sin embargo, la imaginé destinada a otros menesteres. 
Un rápido escalofrío me despertó de mi imaginación. Se acercaba la hora de entrada. De hecho sentí cómo arrancaba el motor de la hormigonera y eché a correr alejándome veloz con esa disculpa de aquel frío y tétrico reducto.

PARTE II  (Junio, 1984) 

Por no dejarlo para otro momento, y haciendo un corte en el tiempo biográfico que guía mis escritos, paso a contar lo que me sugiere esta, para mí, inconsecuente construcción a poca distancia del acantilado. Hoy se encuentra casi oculta por la maleza, arraclanes, madroños, alloros y encinas como si la naturaleza quisiese fagocitar y borrar cualquier vestigio de un tiempo pretérito que yo me obstino en delatar. Será poco fiable mi hipótesis por falta de documentos, pero es sobradamente intrigante para que el lector ávido de aventuras se llegue a dicho paraje e intente hacer la suya.
Cuando llegué por primera vez a Pendueles como maestro, diecisiete años después del tiempo de mi fortuito hallazgo, recordaba perfectamente aquella finca y los alrededores y hasta ellos llegué en mis paseos de reconocimiento del lugar.
Saint Iuste>Santiuste> San Justo está claro que es topónimo de la advocación a este santo y se me vino a la mente el Monasterio de Yuste donde vivió sus últimos días el Emperador. El mismo rey que de mozo había pasado por estos pagos, elevando a categoría de real el antiguo camino de peregrinos. Hace cinco siglos la entrada habría sido otra que la de hoy en día. Quizás el camino, una vez dado vista al pueblo de Pendueles, atajaría por el lugar donde estuvieron las Cocheras de la Condesa que bien podían haber sido continuidad de otras mucho más antiguas donde se guardarían o se repararían los carruajes y se hiciese el recambio de la caballería por otra de refresco. El camino seguía por delante de la casona de Riegas evitando la Bárcena anegada cerca de la Laguna. El agua allí desaparecería por las cuevas del subsuelo hasta resurgir en el lugar de Cianos/Cienos, posible ciénaga por dónde atravesaría el agua el último obstáculo antes de entregarse al mar, por la playa. Al otro lado de un cueto se puede escuchar el sonido del agua correr desde la pequeña abertura de una cueva junto a la playa de El Picón de Buelna.

Pero volvamos al camino real que dejamos, por ir tras el agua, junto a las murallas de la vieja abadía que, según escuché decir, dio el nombre primitivo al pueblo. Seguía el real camino por el barrio de La Venta adentrándose en robledales y castañedos que poblaban de sombras y hojarascas para solaz del caminante el actual barrio de Berines nacido posiblemente al par que la estación y la escuela a principios del pasado siglo y ya en Raos recargada la calabaza en la fresca fuente continúa el viajero por Camplengo hasta Buelna. Allí resta aún residual el recuerdo del humilladero donde se paraba a la oración y seguía en dirección a Santiuste el camino muy cerca de la ubicación del traído chalé. A pocos metros otra fuente y abrevadero aún se conservaban junto a los restos de la primera carretera, desplazada por la actual, como pago ecuánime de haber desplazado a su vez al viejo camino. Nueva Venta en Saint Iuste, en el camino real con restos de cierto empaque señorial por sus columnas de arenisca que parecen echarle el pulso al tiempo, antes de adentrarse por Ubrade en la bajada al puente de piedra sobre el río Cabra, desde donde se divisa el Molín de los Prados. Los caballos y los caballeros se cansaban por estas rutas plagadas de riachuelos y vericuetos. Era septiembre cuando D. Carlos pudo contemplar el bufón y quizás se paró a verlo.
Nuevos hallazgos me afianzaron la idea. Mario y Conchita, abuelos de varios de mis alumnos en la Escuela de Pendueles, con quienes tuve la ocasión de charlar, me dijeron que aquel cierre que tanto me había llamado la atención se conocía como la huerta del “Monxe moro”. Pensé en algún eremita perdido en oraciones por esta costa y busqué sin éxito una ermita, la de Saint Iuste. La finca de Santiuste llegaba  del mar al río, antes de ser seccionada en dos por la actual carretera y la construcción del puente de la Franca. Sigue el camino cerca de la Venta y de la casa palaciega con capilla propia y otras dependencias, otrora señorío de un famoso Inquisidor.

Poco más que estos datos pude obtener en el boca a boca con la gente del pueblo. Ramón Pidal Noriega, recordado vecino, amigo y avezado pescador, me comentó al respecto que, escondida entre la maleza de la finca, junto a la entrada de “La huerta'l Monxe”, había una gran losa con leyenda que nunca él había podido traducir. 

Quedé con él en acompañarle un domingo para buscarla y transcribir el texto, sin duda, escrita en latín, según me dijo. Lo fui dejando, creyendo que hay siempre tiempo para todo, pero mi amigo se fue para siempre y con él la exacta ubicación de la placa. 

En mi idea sólo acierto a pensar en el uso de aquella finca cerrada a cal y canto como reducto para condenados a galeras. No tiene sentido tal construcción para otra dedicación a no ser que la paciencia y la tozudez del monje le llevase a castigar su cuerpo arrastrando las rocas y quisiese allí aislarse del mundo atraído por los fuertes rugidos que el cercano bufón lanzaba con bocanadas de espuma al cielo cual bestia de los avernos.

PARTE III (Noviembre, 2011)

Esta ayalga es la que más trabajo me dio encontrar el verdadero significado de su nombre. Y como no acababa de encontrar una explicación plausible, estuve a punto de crear una leyenda sobre ella.
Pero para todo es preciso dejar que el tiempo ponga su parte.
En él detallé cómo con dieciocho años había trabajado de peón con el cantero que labró y colocó las piedras en el conocido en la zona, como chalé del pintor Segura.

Aquí, dejo tan sólo lo relativo a la ayalga que nos lleva a los popularmente turísticos "Bufones de Santiuste", lugar perteneciente al pueblo de Buelna, del concejo de Llanes, por tanto, límite más oriental de Llanes, con el Concejo de Ribadedeva, en el puente de La Franca sobre el río Cabra.

¡Quién me iba a decir a mí de mozo, que pasados otros tantos años, estaría de maestro en la Escuela de Pendueles, a escasos cinco kilómetros de Santiuste!

Con el ánimo de conocer el entorno, recorrí con mi familia aquellos lares y así es como también descubrimos, a continuación de los bufones, la Huerta'l Monxe o del “Monxe moro” que de igual forma la nombraban los vecinos de edad a quienes yo preguntaba.

En una hondonada de la extensa finca, encontramos un cierre de piedra, en cuya pared del Oeste, pudimos ver el dintel en piedra tallada de una entrada al recinto. Observé detenidamente las piedras y encontré señales inconfundibles del encaje de una robusta puerta y la barra de cierre por fuera.

Tendría que volver otro día, para recorrer la finca por dentro. No podía ser únicamente para uso del ganado. Dentro hay una mancha importante de encinas y otras especies arbóreas autóctonas. Y una cueva medio tapada por los aluviones de las lluvias que arrastrarían hasta su boca los materiales de areniscas. También encontré, cerca del bufón principal, los restos de una explotación de mineral de hierro.

Seguiría las pesquisas iniciadas hacía varios años con el citado matrimonio del barrio la Llobera, Mario Díaz y Conchita Salas, abuelos de tres de mis alumnos, pareja que había vivido en la casa que tiene el palacio de Santiuste destinada a los empleados que administran las fincas y ganadería, así como tierras de labrantío y bosques pertenecientes a la misma propiedad que la del Palacio. Granja y casa están separadas por la N-634, cerca del puente de La Franca, sobre el río SanTiuste, hoy más conocido como el R. Cabra y que en tiempos pasados, era la demarcación frontera entre La Montaña, bastión de Laredo y el concejo de Llanes, en Las Asturias. Por la amistad con un vecino de las escuelas en Raos, que en aquel momento estaba de encargado de la casería, pude acercarme al conocimiento de las instalaciones palaciegas de Santiuste. Pero mi amigo Kin cambió el trabajo por otro mejor y nunca llegué a poder investigar la finca por completo. Visité en varias ocasiones "La Huerta'l Monxe", pues es un sitio donde florecen bien las manzanillas. Hice varias caminatas con los alumnos de Buelna y Pendueles durante los quince cursos que estuve en sus aulas y con muchas amistades que echamos durante los veraneos. Muchas de esas amistades, oriundos de la zona, desconocían en parte o totalmente aquellas ayalgas que yo les mostraba.

En un primer momento, pensé en algún eremita perdido en oraciones por esta costa y busqué sin éxito la ermita de Saint Iuste. Llegué a pensar que se tratase de una capilla anexa a la edificación a la que nunca había podido acceder. En la cuesta que se levanta al sur de la finca, limítrofe al mar, creí ver los restos de alguna edificación donde pudiera haber existido dicho templo, pero por los datos obtenidos con posteridad, pero al acercarme a explorarlo noté el aspecto de un viejo palomar.


Dejé aparcado el tema de la supuesta lápida de la Huerta'l Monxe Moro de Santiuste y fue cuando pensé dedicarlo a otro escrito en el que, en forma de leyenda, se me ocurrió poner como personaje principal, al Emperador, CARLOS I que, indudablemente pasó por estos parajes, desde Llanes hasta el Palacio de los Colombres, en Pimiango, un veintiocho de septiembre, en concreto el de mil quinientos diecisiete.

PARTE IV (Julio de 2013)
Transcurridos quince años en la Escuela de Pendueles y otros diez más en la Escuela de Vidiago, ya a punto de la jubilación, casualidades de la vida, tuve la ocasión de visitar el palacio por fuera. Visita que hice con mi amigo Juan Daniel y en momentos que estaban las actuales dueñas de la finca.

En el bosque que limita la finca de alrededores del palacio con el río, encontré los restos de una ermita, apenas unos muros de un metro de altura, en los que no se pueden más que adivinar los huecos de la puerta y ventanas, pero desprovistos de los quicios que me imagino tallados. Con toda seguridad que serían aprovechados para otras construcciones posteriores a su abandono. Por dentro hay vestigios de otras paredes que formarían espacios dedicados al culto unos y a la vivienda del monje o monjes. Allí estaría la capilla de Sant Iuste que yo había estado buscando sin éxito por la otra parte de la finca, al norte de la carretera N-634.

También tuve ocasión de reconocer la famosa lápida, de la que me había hablado Ramón Pidal Noriega y pude fotografiar su leyenda, aunque también hay palabras que por incompletas, siguen siendo de difícil transcripción, no me parece extraño que a Pidal le pareciese latín. Hay que aclarar que en el sitio de la fuente estaría tomada de musgos y yedras, por lo que la lectura no era posible. 

Dice así con trazo fino labrado en ella:

<< M IZOSSE ESTA FVENTE A ESPENSAS


M JSS S DIOS FELIPE RUBIN DE CELIS J PARIENTE


MAS DE S. M. Jpnbi ROCENSVALLES HALLANDOSE EN SU


ANO DE 1192 RUEGAN A DIOS POR EL Y


LOS SUYOS >>

El término "Moro" que sigue a Monje, viene dado por el hecho de que fuese de la orden de los Agustinos, que vestían hábito negro, frente a los clérigos de la orden del Cister, que usaban el color blanco, tales como los que atendían el Monasterio de Santa María de Tina en la vecina localidad de Pimiango, que en próxima ayalga daré cuenta también de cómo la "descubrí".

La finca en la que se asienta el señorial Palacio de Sant Iuste debía abarcar un gran espacio entre la costa, al Norte, al Este con los altos acantilados a la desembocadura del Cabra en los arenales de La Franca y el mismo río; al Sur también con el río y al Oeste con la sierra plana de Buelna. Ambas propiedades está claro que estuvieron unidas antes de la construcción de la carretera y del puente de La Franca, pues el río Cabra se vadeaba por el Camino Real al oeste del caserío, donde hubo hasta tiempos no tan lejanos, una Venta de la que aún quedan vestigios de su importancia y valor constructivo. Ese camino y paso de peregrinos cruzaba el río Cabra que viene desde La Borbolla, por un puente romano que aún podemos ver junto al Molino del Campo, y desde donde se sale a la Franca.

Sin perder de vista los datos aportados por la historia que dicen del palacio que perteneció a un inquisidor, no tengo por menos de imaginar el uso que le pudo haber dado al reducto que hoy se conoce como “Huerta'l Monxe moro”, como pudo ser la reclusión de reos confesos destinados a redimir su condena como remeros en los barcos.

En la esquina sudeste de la fachada del citado palacio, se puede ver la placa en cerámica azul las figuras de los dos santos que le dan nombre: San Justo y Pastor. Así se originaría el topónimo: Saint Iuste>Santiuste.



Hay algunas letras rotas, seguramente del tiempo que estuvo colocada junto a la fuente de la Huerta'l Monxe. La lápida en sí también presenta algunas grietas, propias de las calizas de montaña.





En el diccionario geográfico universal, 5: dedicado a la Reina Nuestra Señora …que encuentro en esta dirección de Google, leo la referencia a D. Felipe Rubin de Celis y Pariente, prior de Roncesvalles y gran abad de Colonia, entre otros insignes y linajudos personajes llaniscos.

http://books.google.es/books?id=VOzBnYZuzFYC&pg=PA496&dq=FELIPE+RUBIN+DE+CELIS++J++PARIENTE&hl=es&sa=X&ei=czJ6UYG-IcT17AaPoIGACg&ved=0CDcQ6AEwAA#v=onepage&q=FELIPE%20RUBIN%20DE%20CELIS%20%20J%20%20PARIENTE&f=false

Este libro se puede bajar en archivo *.pdf ofrecido por la biblioteca de Google a la que se accede.

domingo, 12 de febrero de 2017

AYALGA IV: "Ayalga de porcelana"

Había llegado de maestro en septiembre de 1984 a la Escuela de Pendueles. Les comentaba a los alumnos mayores, las opciones que tendrían con los estudios por las ramas de Electrónica y Mecánica que podían seguirse en la Escuela de Artes y Oficios de Llanes. Ninguno de ellos estaban animados a seguir los estudios del B.U.P.

Guardaba en mi particular taller una radio de cinco válvulas que había recogido de una escombrera pirata, no muy lejos del pueblo, junto al río Novales. Una tarde les llevé a clase el zócalo, desprovisto del armazón exterior para que la vieran por dentro y que reconociesen todos los componentes: resistencias, potenciómetros, condensadores fijos y variables, solenoides, las funciones de las distintas válvulas y demás artilugios con las funciones específicas de cada uno. Se trataba de un receptor superheterodino, les dije, siguiendo los escasos conocimientos que sobre la electrónica había adquirido en las revistas que mi amigo Pedrín recibía de "Radio Maymo", un curso por correo, las cuales me pasaba en cuanto él las tenía dominadas. Años después, tuve la ocasión de aprender algo más sobre la radio  en las clases con Juanjo Llamazares.

Mis conocimientos en electrónica, bastante rudimentarios, los dejaron boquiabiertos. Nino, uno de los de octavo curso, que parecía mostrar mayor interés que el resto por aquella improvisada clase, me dijo que sabía dónde había una radio abandonada en el bosque.

Era en un castañar a la salida de Buelna y añadió que debió de pertenecer al ejército alemán.

Este último dato añadido por el alumno no me extrañó ni lo más mínimo, por otras referencias que en el pueblo yo había escuchado contar sobre la época de la guerra.

Quedé con ellos en ir a buscarla en cuanto saliésemos de la clase. Los llevé en Land Rover hasta sus casas y pidieron permiso a sus padres; cogieron la merienda y se pusieron un calzado más apropiado para patear el bosque.

El lugar estaba apenas a doscientos metros del pueblo. Había una entrada al bosque, que en época no lejana, habría sido una finca de pastos, pues limítrofe a él encontré restos de buena cantería en muros de una vivienda.

Los chavales me guiaron hasta el sitio donde habían escondido la radio. Cerca había también restos de útiles caseros, que mientras lo escribo me viene a la memoria tal como: un hervidor de la leche dentro del cual encontré dos matrículas de las que se exigían para la circulación de las bicicletas. Se precintaban en la tija del manillar, eran de aluminio y representaban el escudo del ayuntamiento y el año en vigor, usando distintos colores para distinguirlo a distancia, tal como ahora se hace con las viñetas de la ITV de los vehículos a motor. Aún las conservo.

En cambio, me llevé una decepción en lo que respecta a la radio, pues resultó ser un mazacote de chapa, cableado y lámparas, en un estado completo de oxidación, embutido de lodo de la torrentera de temporada lluviosa.

Me di cuenta en seguida que se trataba de una radio de coche bastante antigua, por las válvulas que usaba. En la fecha de fabricación aún no se conocía el transistor, semiconductor que dio el nombre genérico a los aparatos de radio a pilas.

Se la dejé a ellos y mientras tanto, para aprovechar el viaje, me dio por recorrer en sentido ascendente el seco cauce de la torrentera por si encontraba algún mineral o roca, pues es otra de mis aficiones consolidadas desde los tiempos del bachiller. Me sorprendió encontrar pequeñas muestras de mineral de carbón, eso me pareció entonces, aunque tiempo después, me dio por pensar si no serían muestras de azabache. Hoy es imposible ya volver allí, pues el trazado de la autovía pasa justo por encima de aquel lugar.

Al dar la vuelta, como ya había observado el cauce, bajé observando el ribazo derecho, donde el meandro presentaba la erosión. Me llamó la atención algo blanco que estaba atrapado entre las raíces de unos arbustos nacidos en la finca colindante. Sujetándome de ellas, pude izarme hasta tomar el extraño objeto y tiré de él.

La sorpresa no pudo ser mayor. Tenía en mi mano un plato de porcelana fina sin el menor deterioro. Subí a la finca de arriba y debajo de una profunda capa de tierra vegetal, aparecieron once más, mitad hondos, mitad llanos y dos largueros.

En principio pensé que habría pertenecido a la casa cuyos vestigios aún eran visibles.

Hubo quien me comentó la posibilidad de haberlo escondido allí el dueño de una de las casas notables, de las tantas que hay en el pueblo, cuando la guerra. Se dijo que había llevado a las cuevas los objetos de más valor que tenía y aún no se habían podido encontrar.

Tal como me lo vendieron, lo vendo.

Pero, andando el tiempo, me llegó una explicación mucho más creíble de un vecino:

“Un tiempo después de terminada la Guerra Civil, iniciada la 2ª Guerra Mundial, era frecuente ver pasar a familias huidas de aquel magostal que se había iniciado tras los Pirineos. Una de esas familia cuyos integrantes aún conservaban una cierta elegancia, bajo la suciedad y los rotos en sus vestimentas a causa del polvo y la humedad de los caminos, pasaron por Buelna con un carro entoldado tirado por un jumento, tan esquelético como sus dueños. En él viajaban los padres y tres niños de entre ocho y catorce años, aproximadamente.

_"Como era habitual en los pueblos, a pesar de la pobreza en que también vivíamos todos, nunca se negaba el techo, ni un trozo de pan y un plato de patatas caldosas para quienes lo necesitaran”_ me contó Nacho.

En la casa de mi vecino, no sobraba mucho para dar por ser ellos una familia numerosa, pero después de aquellas dos noches que se quedaron en su henal, aquellos huidos de la guerra y de un campo de exterminio pudieron seguir el camino con las fuerzas algo más restablecidas. La leche, los talos y algún que otro queso curado de la triguera les dieron fuerzas para continuar.

_“Pero el hombre no acababa de quitar la tos pertinaz que le minaba. En el carruaje llevaban dos baúles cerrados, aparte del resto de enseres personales y domésticos, colgados de los laterales interiores del carro entoldado”.

Es posible, a decir de mi vecino, que antes de entrar en el pueblo se parasen en el bosque a deshacerse de la vajilla, que por ser de alto valor diese alguna pista de su origen y tuviese alguna consecuencia nefasta para todos ellos. Marcado en tinta verde vejiga indeleble, por debajo de todas las piezas dice:

<< Epiag D.F. Czechoslovakia >>

Una mañana, de madrugada, continuaron el camino, con mayor ánimo y la carreta más ligera.
  

  

lunes, 6 de febrero de 2017

AYALGA III: "Arqueología moderna en el río y en los bosques"

Existe aún la pésima costumbre de dejar tirados los objetos y enseres sobrantes en las casas, en los bosques y junto a los ríos. Se ven de esa forma, cuando se camina por el campo, basureros piratas, de restos de construcción así como las viejas cubiertas de frigoríficos, lavadoras, ruedas, sillones, mesas, ventanas, uralitas y un sinfín de cosas más.

El mar tampoco se salva de este trato. Por la orilla de la costa, se encuentra todo resto de basuras como bolsas, latas de conservas, botellas de plástico, vidrio y montones de colillas. Basta con caminar por los pedreros de las playas a donde viene todo a parar con las fuertes riadas de invierno y se encuentra uno con más de lo mismo.

La conciencia ecológica tardará aún muchos años en arraigar si no se fundamenta en el ámbito de las aulas, tanto de escuela como de instituto. Las orillas de las carreteras son verdaderos depósitos de basuras y no se libran tampoco de este trato los caminos y senderos, inclusos aquellos destinados a uso turístico, junto al mar, junto al bosque o junto al río.

Recuerdo ver, de mis años de instituto, que del carro municipal de la limpieza se basculaban todas las basuras al acantilado, por la parte más occidental del paseo San Pedro.

Esa actitud, nada extraña entonces, se debía a la ignorancia ecológica que nos envolvía. Vivíamos en una desinformación total, bien programada por el sistema y los medios de que disponíamos que no eran suficientes para dar a comprender la debilidad del planeta en el que vivimos.

Sobre nuestra casa en el sistema solar, había generalizada la idea de algo infinito, interminable. Y de tanto escuchar que éramos, los humanos, sus absolutos dueños: lo teníamos tan asumido.

La influencia de la teoría del creacionismo, nos hacía sentir la especie dominante sobre el resto de seres vivos, pues, según antiguas escrituras, todo había sido creado para nosotros, incluidos, claro está, los mares, los ríos y las montañas.

Ni las guerras nucleares ni la geodinámica acabarían con lo creado por un ser tan poderoso de quien depende la aniquilación total, como castigo a nuestras malas obras, tanto como la recuperación del medio.

Cuando creíamos que estábamos saliendo del cascarón, resucitan nuevos profetas con las viejas ideas a desestabilizar de nuevo todo y poner en peligro nuestro nicho de vida.

Los bosques siempre fueron despensa de frutos secos y fuente de energía barata no exclusiva de las gentes de los pueblos. Los ganaderos gestionaban el bosque como pastos, recogiendo la hoja caída y segando la hierba con el fin de usarlo todo como cama del ganado del establo y obtener así un bien tan indispensable como es el estiércol para el cultivo o el abono de las fincas de las que se alimentaba el ganado. Así se mantenían limpios y toda rama caída o cañón roto por el viento, se recogía para calentar la chapa de la cocina y a su vez toda la casa.

Andando en alguna de las anteriores tareas por el bosque, pude encontrar basureros piratas donde se podían ver los más diversos materiales del desguace de las viejas casas: maderas, ladrillos, azulejos, lavabos, inodoros, cisternas, cocinas de chapa, cocinas de gas, aparadores, espejos, lámparas, armarios, somieres, largueros, mesillas de noche, algunos prácticamente utilizables.

Podría seguir una lista interminable de materiales, pero entre tanta cosa abandonada, hace ya un tiempo, di con varios baúles, cinco en total, amontonados sobre un montón de escombros de cal y ladrillos y no pude por menos que llevarlos para casa. Era verano; al menos no se habían mojado y aún conservaban el polvo del desván donde habían pasado muchas décadas.




Los pude encajar unos en otros como con las matrioskas rusas y así llevarlos de un solo viaje hasta mi taller.

Curiosamente, cada uno tenía alguna peculiaridad que lo distinguía de los demás: ninguno era igual ni en la construcción ni en el tamaño; tres con la tapa curvada, y dos con ella plana. Aparte de la forma, dos estaban protegidos por cantoneras y flejes, cierres de seguridad y cerradura, revestida la madera con chapa; otros dos tenían restos de la cubierta en loneta, y el más pequeño de los cinco presentaba la madera desnuda y barnizada, adornado de clavos y esquineras. Al abrirlo encontré dentro un viejo tambor de dos parches, aún tensos con llaves de apriete muy oxidadas y un viejo molinillo de café, de madera apolillada.





Los fui restaurando poco a poco a medida que les daba un destino, pero como tuve que restaurar en parte los fondos o las tapas, me di cuenta de la forma de construcción y después de anotar las medidas originales, empecé a crear otros, con los restos de madera sacados de los palés de transporte que también se encuentran tirados. Realmente las maderas de los baúles encontrados no eran singularmente buenas, en pino, algunas de más valor se conservaban bien, otras tuve que sustituirlas por completo.



Eso es debido a que, en las casonas antiguas de las gentes más pudientes, los baúles se hacían con mejores maderas. Cuando se generalizó su uso en las casas más humildes se utilizaron para muchos propósitos, hasta que fueron desplazados por los armarios y las cómodas.

En el mayor de todos los rescatados, guardamos la colección de toallas que nuestras madres se empeñaron en coleccionar para nosotros. Al abrirlo nos devuelve el grato olor del algodón seco. En un lateral trae grabado el nombre del último destino que debió de tener, cuando su dueño regresó de indiano a la casa que lo vio nacer, repleto de regalos para los sobrinos: “LA HABANA”.






¡Cuánta historia guardará en sus tablas de abeto que aún conservan el olor colonial de la isla!

En el viejo arcón guardamos las ropas que se usan para el trabajo y para la playa. También escondemos en él las palas de tenis, las gafas y las aletas de buceo, las playeras, bañadores, gorros de baño, cremas solares, y diversas mochilas que usaron los niños y que nos resistimos a tirar.





En este viejo arcón se guardó antaño la molienda del maíz y el jamón curado del sanmartín, las latas de embutidos en grasa del cerdo y las bolsas con habas, nueces o avellanas.

En resumen, era la despensa del mayor tesoro de cualquier familia campesina.





sábado, 4 de febrero de 2017

AYALGA II: "EL MENSAJE DE UN TAMARGU"

De entre los escombros pude rescatar antiguos ladrillos macizos que fui utilizando en la restauración de mi vivienda. Cada vez más raros, adquieren un gran valor de mercado, bastante por encima del ladrillo de factura moderna, que no son más que malas imitaciones; porque se usan para dar un toque rústico en las viviendas. También rescaté algunas maderas de castaño, ménsulas, columnas, pontones y vigas. La madera de castaño se considera un material noble, muy común en la construcción antigua, ya sea de corredores, galerías, hórreos y paneras que, por lo general, se conserva en perfectas condiciones siempre que no estén bajo techo. Esta madera aguanta bien el clima húmedo de Asturias, siempre que esté expuesta, al menos una parte del día, a los rayos del sol y bien aireada. No hay más que fijarse. La fachada principal, sobre la que se montan, está orientada cuando menos al Sur y como mínimo al Este que es un viento seco y tiene asegurado el sol en el horario de la mañana. De igual manera, tal como ladrillos y maderas, se encuentran tiradas piedras de los dinteles de las puertas y ventanas; me viene a la mente el gran esfuerzo de los canteros para labrarlas y encajarlas a medida justa a golpes de maza sobre el cincel. Volviendo al tema de los ladrillos macizos, se hacían tres tipos de ladrillos con igual medida de largo y ancho: Tabiquero, el de menor sección de los dos tipos, destinado como dice su nombre en la construcción de los tabiques que separan las distintas dependencias de un edificio. Con ellos se evita añadir demasiado peso muerto al suelo, que antiguamente era de tabla. Machetón, que le sigue en sección, empleado para las paredes de mayor resistencia, en media o doble asta. Rasilla, aún de menor sección que el tabiquero, se usaba para hacer bóvedas sobre los pontones, tramos de escaleras y cubiertas de los tejados, usando dos o más capas cruzadas unas sobre otras. De entre todo aquel montón de cascotes, basculados en cualquier hondonada comunal y bosques privados, a veces también en las riberas de los ríos, pude rescatar un buen número de ladrillos enteros, aparte de los partidos y medios, que son igualmente aprovechables en la construcción. Una vez al pie de obra los limpiaba del mortero, que por fortuna solía ser de cal y arena. Cuál sería mi alegría cuando, al rascar la cal en uno de ellos, di con este texto grabado sobre la húmeda arcilla el cual transcribo “ad pedem litterae”: “Un individuo que nació el día 23 de Febrero de 1888 y que murió el día 23 de Febrero de 1900, qué edad tenía”. Está hecho con una letra caligráfica, inglesa, totalmente legible, salvo por algunos desperfectos y rotura del ladrillo. A continuación del texto viene una cuenta así dispuesta: 
  1 9 0 0 
- 1 8 8 8 
   _______ 
  0 0 1 2, 0 0

 Lo usé junto con otros ladrillos tipo tabiquero, en la construcción de la campana de la chimenea de troncos en el salón, a la altura de la vista. Años después lo rescaté cuando decidimos encastrar una chimenea de hierro fundido y puerta de cristal por el mayor rendimiento energético que tienen. Un hallazgo tan baladí, es para mí de gran valor y por eso ahora me apetece recogerlo entre las ayalgas de este blog para disfrute de los lectores. La historia verdadera de ese ladrillo y del escrito, es decir la anterior a que yo lo hallase por azar en una escombrera, me dio para pensar y comentar con los amigos cuando surgía el tema. En un principio pensé que se trataba de una especie de estela donde se narraba con toda la crudeza la muerte prematura de algún guaje de los que ayudaban en la tejera. Puse el acento, en la edad que solían tener los niños,  que iban como ayudantes a las tamargas. Con el tiempo me fui formando otra idea menos cruenta de lo que el texto pudiera trasmitir, quizás llevado por mi profesión que ejercía. Y ¿por qué no podría tratarse de un simple problema aritmético propuesto en una clase al aire libre, quizás en el descanso del almuerzo?Los ladrillos, después de sacados del molde, eran llevados al secadero, antes de meterlos al horno. Los guajes solían ir a las tejeras con su padre o también encomendados a otro familiar o vecino. Pudiera ser este escrito como la muestra de tarea que sobre el cálculo habría preparado alguien de la cuadrilla de obreros con estudios, pues la caligrafía de la letra lo confirma, que quisiese enseñar a los demás. ¡Qué mejor pizarra que un bloque de barro aún fresco! Como stylo, como estilete, cálamo o pluma, quizás usase el cañón afilado de un helecho seco usado en los rústicos camastros y que formaba también parte del combustible en los hornos, junto con los gromos y cádabas del tojo. La verdad sea dicha que, si es esa la explicación más plausible, podría haber puesto otro ejemplo más alegre que la muerte de un chiquillo de doce años. Bastaría que preguntase por la edad que tenía el chiquillo en el día de su cumpleaños. Aún sigo teniendo mis propias dudas entre la primera y la segunda interpretación que le di al caso, pero me quedo mejor con la segunda, por supuesto. Esta es la foto que tengo de la ayalga.





 



Esta es la forma de contar en xíriga, que era el habla de los tamargos llaniscos y que aún la siguen hablando en algunas poblaciones donde tuvo mayor arraigo. Muchos vocablos de la Llingua usada en la zona oriental que comprende Llanes y para no herir susceptibilidades se hace extensible de igual forma a las limítrofes: Ribadedeva, las dos Peñamelleras, Cabrales, Onís y la Riosellana, tienen su origen en esta habla, inventada como otras más relacionadas con los oficios, para proteger el saber especializado del tamargo. Como curiosidad aquí detallo la forma de contar en xíriga: 1:Ba/bate. 2:Bi. 3:Iru. 4: Lau. 5: bos. 6: Seí. 7: Zaspi. 8: Sorti. 9: Bedecerasti. 10: Amar. 11: Amica. Del doce al diecinueve se construyen con el prefijo Amar (10) seguido de las unidades: 12: Amarbi. 13: Amariru. 14: Amarlau. 15: Amarbos. 16: Amarseí. 17: Amarzaspi. 18: Amarsorti. 19: Amarbedecerasti. 20: Oguei. 100: Eún. Mil: Emilia. Millón: Emilio. Y de la misma forma, las veintenas: Ogueiba, Ogueibi, Ogueiiru, Ogueilau, Ogueibos, Ogueiseí, etc. La tercera decena y siguientes se construyen con el sistema en base veinte combinado con la de diez: 30: Oguei amar (20+10). 40: Bioguei (2 x 20). 50: Bioguei amar (2x20+10). 60: Iruoguei. 70:Iiruoguei amar. 80: Lauoguei. 90: Lauoguei amar. Ejemplos: 54: Bioguei amar lau. 345: Irueún bioguei bos. 3.576: Iruemilia boseún iruoguei amar seí. Recomendable ejercicio para mantener las facultades mentales en perfecto funcionamiento. Para conocer el vocabulario de La xíriga de los tamargos llaniscos  visita desde el mismo blog en este enlace que hice a tal fin.