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lunes, 6 de febrero de 2017

AYALGA III: "Arqueología moderna en el río y en los bosques"

Existe aún la pésima costumbre de dejar tirados los objetos y enseres sobrantes en las casas, en los bosques y junto a los ríos. Se ven de esa forma, cuando se camina por el campo, basureros piratas, de restos de construcción así como las viejas cubiertas de frigoríficos, lavadoras, ruedas, sillones, mesas, ventanas, uralitas y un sinfín de cosas más.

El mar tampoco se salva de este trato. Por la orilla de la costa, se encuentra todo resto de basuras como bolsas, latas de conservas, botellas de plástico, vidrio y montones de colillas. Basta con caminar por los pedreros de las playas a donde viene todo a parar con las fuertes riadas de invierno y se encuentra uno con más de lo mismo.

La conciencia ecológica tardará aún muchos años en arraigar si no se fundamenta en el ámbito de las aulas, tanto de escuela como de instituto. Las orillas de las carreteras son verdaderos depósitos de basuras y no se libran tampoco de este trato los caminos y senderos, inclusos aquellos destinados a uso turístico, junto al mar, junto al bosque o junto al río.

Recuerdo ver, de mis años de instituto, que del carro municipal de la limpieza se basculaban todas las basuras al acantilado, por la parte más occidental del paseo San Pedro.

Esa actitud, nada extraña entonces, se debía a la ignorancia ecológica que nos envolvía. Vivíamos en una desinformación total, bien programada por el sistema y los medios de que disponíamos que no eran suficientes para dar a comprender la debilidad del planeta en el que vivimos.

Sobre nuestra casa en el sistema solar, había generalizada la idea de algo infinito, interminable. Y de tanto escuchar que éramos, los humanos, sus absolutos dueños: lo teníamos tan asumido.

La influencia de la teoría del creacionismo, nos hacía sentir la especie dominante sobre el resto de seres vivos, pues, según antiguas escrituras, todo había sido creado para nosotros, incluidos, claro está, los mares, los ríos y las montañas.

Ni las guerras nucleares ni la geodinámica acabarían con lo creado por un ser tan poderoso de quien depende la aniquilación total, como castigo a nuestras malas obras, tanto como la recuperación del medio.

Cuando creíamos que estábamos saliendo del cascarón, resucitan nuevos profetas con las viejas ideas a desestabilizar de nuevo todo y poner en peligro nuestro nicho de vida.

Los bosques siempre fueron despensa de frutos secos y fuente de energía barata no exclusiva de las gentes de los pueblos. Los ganaderos gestionaban el bosque como pastos, recogiendo la hoja caída y segando la hierba con el fin de usarlo todo como cama del ganado del establo y obtener así un bien tan indispensable como es el estiércol para el cultivo o el abono de las fincas de las que se alimentaba el ganado. Así se mantenían limpios y toda rama caída o cañón roto por el viento, se recogía para calentar la chapa de la cocina y a su vez toda la casa.

Andando en alguna de las anteriores tareas por el bosque, pude encontrar basureros piratas donde se podían ver los más diversos materiales del desguace de las viejas casas: maderas, ladrillos, azulejos, lavabos, inodoros, cisternas, cocinas de chapa, cocinas de gas, aparadores, espejos, lámparas, armarios, somieres, largueros, mesillas de noche, algunos prácticamente utilizables.

Podría seguir una lista interminable de materiales, pero entre tanta cosa abandonada, hace ya un tiempo, di con varios baúles, cinco en total, amontonados sobre un montón de escombros de cal y ladrillos y no pude por menos que llevarlos para casa. Era verano; al menos no se habían mojado y aún conservaban el polvo del desván donde habían pasado muchas décadas.




Los pude encajar unos en otros como con las matrioskas rusas y así llevarlos de un solo viaje hasta mi taller.

Curiosamente, cada uno tenía alguna peculiaridad que lo distinguía de los demás: ninguno era igual ni en la construcción ni en el tamaño; tres con la tapa curvada, y dos con ella plana. Aparte de la forma, dos estaban protegidos por cantoneras y flejes, cierres de seguridad y cerradura, revestida la madera con chapa; otros dos tenían restos de la cubierta en loneta, y el más pequeño de los cinco presentaba la madera desnuda y barnizada, adornado de clavos y esquineras. Al abrirlo encontré dentro un viejo tambor de dos parches, aún tensos con llaves de apriete muy oxidadas y un viejo molinillo de café, de madera apolillada.





Los fui restaurando poco a poco a medida que les daba un destino, pero como tuve que restaurar en parte los fondos o las tapas, me di cuenta de la forma de construcción y después de anotar las medidas originales, empecé a crear otros, con los restos de madera sacados de los palés de transporte que también se encuentran tirados. Realmente las maderas de los baúles encontrados no eran singularmente buenas, en pino, algunas de más valor se conservaban bien, otras tuve que sustituirlas por completo.



Eso es debido a que, en las casonas antiguas de las gentes más pudientes, los baúles se hacían con mejores maderas. Cuando se generalizó su uso en las casas más humildes se utilizaron para muchos propósitos, hasta que fueron desplazados por los armarios y las cómodas.

En el mayor de todos los rescatados, guardamos la colección de toallas que nuestras madres se empeñaron en coleccionar para nosotros. Al abrirlo nos devuelve el grato olor del algodón seco. En un lateral trae grabado el nombre del último destino que debió de tener, cuando su dueño regresó de indiano a la casa que lo vio nacer, repleto de regalos para los sobrinos: “LA HABANA”.






¡Cuánta historia guardará en sus tablas de abeto que aún conservan el olor colonial de la isla!

En el viejo arcón guardamos las ropas que se usan para el trabajo y para la playa. También escondemos en él las palas de tenis, las gafas y las aletas de buceo, las playeras, bañadores, gorros de baño, cremas solares, y diversas mochilas que usaron los niños y que nos resistimos a tirar.





En este viejo arcón se guardó antaño la molienda del maíz y el jamón curado del sanmartín, las latas de embutidos en grasa del cerdo y las bolsas con habas, nueces o avellanas.

En resumen, era la despensa del mayor tesoro de cualquier familia campesina.





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